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Las recientes declaraciones del primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, tras reunirse con el secretario de Estado estadounidense Marco Rubio, no dejan dudas: la administración de Donald Trump ha llevado la subordinación de Washington a Tel Aviv a niveles nunca vistos.

Lejos de actuar como una potencia independiente, la Casa Blanca se muestra como un apéndice de la política israelí, sacrificando su autonomía estratégica y su prestigio internacional.

El “mejor amigo” en la Casa Blanca

Netanyahu agradeció públicamente a Trump, afirmando que “la alianza entre EE.UU. e Israel nunca ha sido tan fuerte como ahora” y calificándolo como “el mejor amigo que Israel ha tenido en la Casa Blanca”. Una frase que sintetiza la esencia de esta relación: el mandatario estadounidense ya no es visto como un líder que representa los intereses de su propio país, sino como un garante de la agenda sionista en Medio Oriente.

Este reconocimiento no es gratuito. Durante su gestión, Trump reconoció a Jerusalén como capital de Israel, impulsó los llamados Acuerdos de Abraham para normalizar relaciones con países árabes bajo la égida israelí y avaló políticas de expansión que profundizan el despojo contra el pueblo palestino.

La retórica de la “civilización común”

En sus declaraciones, Netanyahu habló de una supuesta lucha conjunta para “defender nuestra civilización contra la barbarie”. Un discurso cargado de connotaciones raciales y religiosas que busca justificar las agresiones militares y la ocupación de territorios palestinos, transformando un conflicto colonial en una cruzada civilizatoria.

Trump no solo ha aceptado esa narrativa: la ha convertido en pilar de su política exterior. Al repetir los postulados israelíes como propios, el presidente estadounidense reduce a Estados Unidos a un instrumento de Tel Aviv, dispuesto a sacrificar relaciones estratégicas con otras potencias y a enemistarse con gran parte del mundo árabe y musulmán.

Una subordinación peligrosa

La gestión de Trump muestra hasta qué punto el hegemon estadounidense ha perdido rumbo. En lugar de defender intereses nacionales —energía, comercio, estabilidad regional—, Washington prioriza los objetivos geopolíticos del sionismo, incluso a costa de deteriorar su imagen global.

Mientras Estados Unidos enfrenta una economía debilitada, tensiones internas y la pérdida de influencia internacional, el gobierno de Trump elige redoblar su dependencia de Israel, exaltando una alianza que, lejos de fortalecer a la superpotencia, la debilita aún más al exponer su falta de autonomía.

La proclamada “amistad eterna” entre Trump y Netanyahu revela la locura de una gestión entregada a intereses ajenos y desnuda la realidad de un hegemon en declive, incapaz de sostener una política exterior propia. La subordinación de Washington ante la entidad sionista no solo perpetúa la injusticia en Palestina, sino que también marca el acelerado ocaso de la influencia global estadounidense.

El interrogante es si esta dependencia será revertida en el futuro o si Estados Unidos seguirá hundiéndose en un papel secundario, reducido a defender guerras y narrativas que no le pertenecen.