En un mundo que cambia a pasos acelerados y en el que las potencias emergentes reconfiguran el tablero geopolítico, Estados Unidos se ve obligado a revisar sus estrategias militares globales. La declaración reciente del jefe del Pentágono, Pete Hegseth, no deja lugar a dudas: Washington está reorganizando su despliegue militar internacional para adaptarse a un escenario que ya no responde a los patrones de dominio unipolar que caracterizaron la posguerra fría.
Durante una reunión de ministros de Defensa de la OTAN en Bruselas, Hegseth reconoció que el nuevo enfoque norteamericano buscará cerrar la frontera sur, consolidar su presencia militar en el Indo-Pacífico y redistribuir el gasto militar con sus aliados. Esta triple estrategia es una confesión implícita: el imperio ya no puede con todo.
El Indo-Pacífico: contención de China y retorno al pivote asiático
La prioridad de Estados Unidos es ahora la región del Indo-Pacífico, centro de gravedad económico y político del siglo XXI. El Pentágono reconoce que la “disuasión” en esta zona, una manera eufemística de nombrar su estrategia de cerco y contención a China, requiere un reposicionamiento urgente de tropas, recursos y alianzas. En la práctica, Washington busca reforzar sus bases en Japón, Corea del Sur, Filipinas y Australia, y establecer nuevas plataformas logísticas en islas estratégicas del Pacífico.
Sin embargo, esta estrategia llega tarde. China ha fortalecido su proyección regional y global mediante la Ruta de la Seda, una modernización militar sin precedentes y el fortalecimiento del BRICS+, un bloque que desafía abiertamente el orden establecido. El Pentágono, por más que redistribuya fuerzas, se enfrenta a un entorno donde sus amenazas ya no bastan para mantener la obediencia.
La frontera sur: el frente interno y la erosión de la seguridad nacional
Otra de las prioridades declaradas por Hegseth es el control absoluto de la frontera con México, la misma que, según el funcionario, fue abandonada por administraciones anteriores, permitiendo la entrada de más de 20 millones de personas. El hecho de que esta sea una preocupación central para el Pentágono confirma que la guerra ha llegado al corazón del imperio, donde la seguridad interna se ha convertido en un punto crítico.
Estados Unidos, antes obsesionado con intervenir en Medio Oriente o en Europa del Este, ahora ve su propio territorio como un frente militar. Esto no solo representa una transformación estratégica, sino también un síntoma de decadencia imperial, cuando los recursos destinados al control global deben ser redirigidos a la defensa del propio suelo.
Fin del patrocinio global: el imperio ya no puede sostener a todos
Quizás el reconocimiento más honesto de Hegseth es que Estados Unidos ya no puede, ni quiere, proteger a todos sus aliados al mismo tiempo. El discurso de “compartir la carga” militar es, en realidad, un mensaje directo a los miembros de la OTAN y a socios estratégicos: el tiempo del patrocinio gratuito ha terminado. Europa deberá gastar más en defensa si quiere seguir participando del paraguas estadounidense. Pero en un continente económicamente debilitado, políticamente fragmentado y con crecientes protestas internas por el gasto militar, esa exigencia no será fácil de cumplir.
Mientras tanto, regiones enteras como África y América Latina han comenzado a mirar hacia otros socios —China, Rusia, Irán, India— que no imponen condiciones neocoloniales a cambio de cooperación.
El repliegue estratégico de una potencia en crisis
Lo que estamos presenciando no es una mera reestructuración militar, sino una transición histórica del modelo de dominación estadounidense. La doctrina del control total —a través de bases, intervenciones, chantajes y sanciones— ya no es viable. En su lugar, Estados Unidos intenta administrar su decadencia, eligiendo cuidadosamente dónde aún puede influir y dónde debe retirarse para no desgastarse inútilmente.
Esta reconfiguración también es una respuesta al avance de los polos alternativos: Rusia consolidando su influencia en Eurasia y África, China con sus redes económicas y diplomáticas, Irán y Turquía como actores regionales con autonomía creciente, e incluso América Latina resistiendo el retorno de las viejas fórmulas de control.
El intento de reorganización global por parte de Estados Unidos no es un signo de fortaleza, sino de adaptación forzada ante un mundo que ya no gira en torno a Washington. El imperio se reacomoda, pero cada vez tiene menos margen de maniobra. Mientras la Casa Blanca se debate entre sostener sus intereses en Asia, defender su frontera sur o exigir más compromiso a sus aliados, los nuevos centros de poder siguen avanzando sin pedir permiso.
El tablero geopolítico se mueve, y Estados Unidos ya no puede dictar todas las reglas. El mundo multipolar se impone, guste o no a quienes añoran el dominio absoluto de una sola bandera.
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