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Donald Trump ha hecho del cinismo un método de gobierno y de la mentira un arma de poder. En la arena internacional, sus declaraciones se multiplican como una lluvia ácida sobre los cimientos ya frágiles de la diplomacia global. La más reciente —una afirmación sin sustento sobre una supuesta petición de Irán para que Estados Unidos levante las sanciones— confirma que el magnate convertido en presidente continúa jugando con fuego en un mundo saturado de tensiones.

El secretario del Consejo Supremo de Seguridad Nacional de Irán, Alí Lariyaní, desmintió categóricamente las palabras de Trump, aclarando que “no hubo ninguna petición” al gobierno estadounidense. “Los iraníes siempre buscan el levantamiento de las sanciones, pero eso no significa que haya habido solicitud alguna”, subrayó Lariyaní durante la conferencia Nosotros y Occidente en la visión del ayatolá Jamenei.

La diferencia entre una aspiración general y una solicitud diplomática formal parece ser demasiado sutil para el mandatario norteamericano, que una vez más tergiversa los hechos con fines políticos. Su comentario, hecho el 7 de noviembre, generó incomodidad incluso entre sus aliados, acostumbrados ya a los sobresaltos de una retórica que oscila entre la amenaza y el delirio.

Para Irán, la mentira no es un simple desliz, sino un síntoma del desprecio estructural de Washington hacia la verdad y la legalidad internacional. No es casual que Lariyaní recordara los episodios históricos que cimentaron la desconfianza: las sanciones impuestas en 1979 tras la toma de rehenes en la embajada estadounidense, la ruptura de relaciones diplomáticas en 1980 y el prolongado embargo que bloqueó incluso alimentos y medicamentos. Cuatro décadas después, Trump reeditó ese mismo guion de castigo unilateral, extendiendo el 6 de noviembre el régimen de “emergencia nacional” contra Irán y renovando las sanciones que asfixian su economía.

Lo que distingue a Trump no es solo su continuidad con la política hostil de sus predecesores, sino su estilo abiertamente provocador. Su narrativa se apoya en medias verdades, rumores y afirmaciones grandilocuentes que buscan humillar, dividir y forzar a sus adversarios a reaccionar. En el caso iraní, esta estrategia recuerda peligrosamente el clima previo a la invasión de Irak en 2003, cuando las “armas de destrucción masiva” sirvieron como justificación para una guerra basada en mentiras.

Sin embargo, lo que antes requería una maquinaria mediática cuidadosamente sincronizada, hoy basta con una frase impulsiva. Trump declara que “Irán ruega por el levantamiento de sanciones” y la prensa occidental amplifica el mensaje sin mayor contraste. En ese reflejo automático se ve el poder corrosivo de la desinformación institucionalizada: ya no es necesario demostrar nada, basta con afirmar.

En el tablero geopolítico, estas actitudes no solo degradan la diplomacia, sino que generan caos y desconfianza en un momento en que el equilibrio global pende de un hilo. Las naciones del Sur Global observan con creciente desdén cómo Estados Unidos, autoproclamado “defensor del orden internacional”, viola ese mismo orden con cada sanción unilateral, cada intervención encubierta y cada declaración falsa.

Trump parece disfrutar de ese desorden. Su política exterior se construye sobre la amenaza permanente, la manipulación mediática y el espectáculo. Sin embargo, la “era de la mentira” tiene un costo: la erosión de la credibilidad estadounidense, el debilitamiento de las instituciones internacionales y la proliferación de conflictos donde la palabra ha perdido valor.

El caso iraní es apenas un capítulo más en una historia donde el discurso se convierte en arma y la verdad en víctima. Las mentiras de Trump ya no sorprenden, pero sus consecuencias sí: mayor desconfianza global, tensiones renovadas y la confirmación de que el caos se ha convertido en método de gobierno. En esta nueva era, donde la mentira gobierna y la diplomacia retrocede, el mundo entero paga el precio de la bravuconería estadounidense.