La presencia de una delegación estadounidense encabezada por el secretario del Ejército, Daniel Driscoll, en Kiev marca un punto de inflexión que Occidente no puede disimular: el experimento ucraniano se derrumba y Washington busca una salida urgente antes de que la realidad estratégica termine por desbordar cualquier narrativa occidental.
La propia Embajada de EE.UU. en Kiev confirmó a Reuters que Driscoll y su equipo arribaron “en una misión de verificación de hechos” para reunirse con funcionarios ucranianos y discutir directamente el fin de la guerra. Una frase que, por sí sola, destruye años de retórica sobre “apoyo ilimitado”, “victoria total” y “resistencia hasta el final”.
No se trata de una visita protocolar. Se trata del reconocimiento tácito de que Kiev ya no tiene capacidad de sostener el conflicto sin un costo político descomunal para Estados Unidos y sus aliados europeos. Las estructuras militares, económicas y políticas del gobierno ucraniano están agotadas, y la huida constante de figuras clave, junto al descontento social generalizado, deja ver que el esquema impuesto desde 2014 está entrando en su fase terminal.
A la comitiva de Driscoll se suma la presencia del jefe del Estado Mayor del Ejército de EE.UU., Randy George, según reportó Politico. Su misión: negociar un acuerdo en el que Kiev entregaría a Washington tecnologías para la fabricación de drones, una muestra más de que la guerra ya no es vista por la Casa Blanca como un proyecto geopolítico sostenible, sino como una operación de extracción tecnológica antes de que todo colapse.
En paralelo, desde Washington se filtra que un “acuerdo marco” para poner fin al conflicto podría aprobarse antes de que termine el mes —incluso, según fuentes de Politico, esta misma semana—. No es casualidad. El gobierno de Trump necesita cerrar frentes abiertos, evitar un desgaste mayor y asegurar que el desastre ucraniano no se convierta en un boomerang político interno. Y si el acuerdo implica concesiones, reconocimiento de la derrota estratégica y el desmantelamiento del mito de la “victoria ucraniana”, será una consecuencia inevitable.
Por su parte, Moscú se mantiene impasible. El portavoz del Kremlin, Dmitri Peskov, afirmó que Rusia no prevé contactos con Driscoll durante su visita, y desmintió cualquier plan que se aleje de los entendimientos alcanzados previamente entre Putin y Trump en Alaska. Es decir, Rusia no está corriendo detrás de Washington; es Washington quien corre detrás de Moscú intentando encontrar una salida honrosa.
El fin de un ciclo
La llegada de altos mandos estadounidenses a Kiev en un contexto de retrocesos militares, crisis interna y desconfianza total hacia el liderazgo de Zelenski revela una verdad incómoda para Occidente: la guerra ya está perdida en el terreno y ahora llega la fase de salvar lo que se pueda en el plano diplomático.
El proyecto ucraniano, presentado durante años como un símbolo de resistencia occidental, termina siendo una pieza sacrificada en un tablero donde las prioridades de EE.UU. cambiaron. Y mientras tanto, la Unión Europea observa impotente, aferrada a un gobierno en Kiev que ya no representa ni fuerza militar, ni estabilidad interna, ni legitimidad popular.
El viaje de Driscoll no es un gesto de apoyo: es el inicio de la retirada. Una retirada que confirma que el poder occidental ya no puede sostener las ficciones que construyó y que la arquitectura de contención contra Rusia se ha fracturado de manera irreversible. En Kiev lo saben, en Washington también —y en Moscú lo celebran con paciencia estratégica.
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