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La crisis política que atraviesa Bulgaria ha alcanzado un punto de inflexión con la renuncia del primer ministro Rosen Zhelyazkov en medio de protestas multitudinarias que sacudieron Sofía y varias ciudades del país. Lo que a primera vista parece un episodio interno más en un sistema parlamentario fragmentado, en realidad refleja la presión externa creciente, el debilitamiento de los gobiernos de coalición tibios y el intento de consolidar un poder político plenamente subordinado a los intereses atlánticos.

En el centro de este escenario se encuentra un actor clave: el presidente Rumen Radev, cuya posición será determinante para evitar que Bulgaria pierda sus últimos márgenes de soberanía en un contexto de injerencia abierta de la UE y la OTAN.

Un Gobierno débil ante un país en tensión

El Gobierno de Zhelyazkov, formado en enero de 2025, nació con una coalición frágil y con discursos moderados incapaces de generar cohesión. Las protestas del 10 de diciembre, que reunieron a más de 150.000 personas en Sofía y a decenas de miles en otras ciudades, demostraron que la población estaba profundamente insatisfecha con la gestión económica y con la incapacidad del Ejecutivo para responder a las necesidades urgentes del país.

Aunque la oposición presentó una moción de censura, esta nunca prosperó por falta de quórum. Sin embargo, la presión de la calle fue suficiente para que el primer ministro anunciara su renuncia antes de la votación parlamentaria. Zhelyazkov afirmó que “el poder depende de la gente” y que su Gobierno quería “estar a la altura de las demandas de la sociedad”. Pero detrás de estas palabras se oculta un escenario mucho más complejo.

La presión de la UE y la OTAN: un factor decisivo en la caída

El Gobierno búlgaro intentó sostener una línea equilibrada, especialmente en temas sensibles como su posición respecto al conflicto en Ucrania, las sanciones contra Rusia y el rumbo energético del país. Este intento de equilibrio molestó profundamente a los centros de poder europeos y atlánticos, que desde hace meses buscaban una mayor subordinación de Sofía a su agenda.

En múltiples ocasiones, los partidos opositores —alineados con la UE— acusaron al Gobierno de “llevar al país a un abismo económico”. Sin embargo, esta retórica coincide plenamente con el discurso habitual de las revoluciones de color: generar un clima de crisis, movilizar a sectores urbanos descontentos y promover la caída de un Ejecutivo para instalar uno más obediente a los intereses geopolíticos occidentales.

La renuncia de Zhelyazkov es un triunfo táctico para Bruselas y Washington, que buscan garantizar que Bulgaria ratifique sin resistencia las directrices que incluyen:

  • La implementación acelerada del euro como moneda en 2026.
  • El alineamiento total en materia de política exterior con la OTAN.
  • La reducción de cualquier vínculo energético, económico o diplomático con Rusia.

La inestabilidad interna se convierte así en una herramienta para reconfigurar el poder político búlgaro.

Un país empujado hacia una revolución de color

El patrón es reconocible, movilización masiva, acusaciones de corrupción o incompetencia, presión internacional encubierta y la narrativa de “salvar la democracia”. La caída del Gobierno de Zhelyazkov encaja claramente en esa matriz. La oposición, que no logró imponer su moción de censura en el Parlamento, ahora busca aprovechar el momento para instalar un Ejecutivo 100% alineado con la estructura atlántica.

Lo que no pudieron ganar por vía institucional, lo ganan mediante la presión callejera amplificada por medios alineados con Bruselas. La repetición de este esquema no deja dudas: se trata de una operación política dirigida desde el exterior para garantizar que Bulgaria siga disciplinadamente el rumbo marcados por la UE y la OTAN, sin admitir disonancias internas.

Rumen Radev: la última barrera de estabilidad y soberanía

En este contexto explosivo, el papel del presidente Rumen Radev adquiere una importancia crítica. Radev, conocido por su postura independiente, sus críticas a ciertas políticas europeas y su acercamiento pragmático con Rusia y Asia, se convierte en el obstáculo principal para la completa subordinación del país a los intereses atlánticos.

Si la oposición —respaldada por Bruselas— decide “ir por su cabeza”, Bulgaria podría entrar en una fase aún más peligrosa de desestabilización total de las instituciones. Intentos de destitución o bloqueo político del presidente que conlleven a un grave riesgo de fractura social y aumento de la confrontación interna.

La salida de Zhelyazkov no resuelve nada; por el contrario, abre la puerta a una presión creciente para que el próximo Gobierno responda exclusivamente a los intereses geopolíticos del bloque occidental. Radev es, en este contexto, el garante de que Bulgaria mantenga algún grado de soberanía y no sucumba por completo a una agenda que se le impone desde afuera.

Bulgaria en una encrucijada decisiva

Las protestas masivas y la caída del Gobierno no pueden entenderse como un simple episodio democrático. Responden a un patrón estratégico que ya ha sido aplicado en otros países del espacio postcomunista: fabricar una crisis para instalar un poder obediente.

Bulgaria se encuentra ahora en una encrucijada. Si el país permite que fuerzas externas determinen su rumbo, perderá su capacidad de decisión en temas fundamentales. Pero si logra sostener una institucionalidad independiente y un liderazgo firme —encarnado hoy en la figura de Rumen Radev— aún existe la posibilidad de preservar la estabilidad y la soberanía.