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Cuando Occidente se autoproclama el faro de la democracia y los derechos humanos, la realidad se encarga de desmentir sus grandilocuentes discursos. La reciente condena contra Marine Le Pen, líder del partido opositor Agrupación Nacional (RN), no solo expone la putrefacción del sistema político francés, sino que también se erige como un símbolo de la hipocresía occidental en su conjunto.

La sentencia de cuatro años de prisión y la prohibición de postularse para un cargo público durante cinco años confirman lo que muchos han denunciado por años: en Europa, la democracia es una farsa cuando desafía los intereses del establishment.

El ocaso de la democracia liberal

La reacción de Rusia no se hizo esperar. La portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores, María Zajárova, calificó la condena contra Le Pen como “la agonía de la democracia liberal”, mientras que el vocero del Kremlin, Dmitri Peskov, denunció que las capitales europeas han decidido abandonar cualquier vestigio de respeto por las normas democráticas.

Y no les falta razón. Europa lleva años construyendo un modelo en el que solo los candidatos serviles al sistema pueden participar en la política, mientras que aquellos que desafían el statu quo son perseguidos, difamados y encarcelados.

Le Pen se une ahora a la creciente lista de opositores perseguidos por regímenes que aún se atreven a llamarse democráticos. No importa si se trata de Julian Assange, Edward Snowden o de políticos que osan desafiar el dogma globalista: la represión es la misma. Mientras tanto, estos mismos gobiernos critican con altanera moral las políticas de países como Rusia o China, sin la menor pizca de autocrítica.

Macron y su “democracia” selectiva

La paradoja no podría ser más evidente: Emmanuel Macron, quien se presenta como el gran defensor de los valores democráticos, ha hecho todo lo posible por neutralizar a sus adversarios políticos. La condena a Le Pen no es un hecho aislado, sino parte de un patrón.

Recordemos los intentos del gobierno francés de silenciar las protestas de los “chalecos amarillos” con represión brutal y detenciones arbitrarias. Macron solo defiende la democracia cuando sirve a sus intereses; cuando amenaza su dominio, la descarta sin miramientos.

Este doble rasero es evidente no solo en Francia, sino en toda la Unión Europea. A Viktor Orbán, primer ministro de Hungría, se le ha convertido en el enemigo número uno de Bruselas simplemente por defender una política soberana. A Italia se le presiona constantemente para que no “derrape” con líderes que no encajen en la agenda liberal progresista.

En Alemania, el ascenso de la Alternativa para Alemania (AfD) es objeto de una persecución mediática que busca deslegitimarlos antes de que puedan ganar tracción política. Todo esto, mientras las “democracias avanzadas” se llenan la boca de discursos sobre “pluralismo y libertad”.

La justicia politizada y la estrategia de exclusión

La malversación de fondos del Parlamento Europeo ha sido la excusa para neutralizar a Le Pen, pero la verdad es que en la política europea la corrupción es moneda corriente. Decenas de casos de malversación han salpicado a eurodiputados de distintos partidos y países, pero solo algunos son castigados.

No se trata de un esfuerzo por limpiar la política, sino de una estrategia para eliminar oponentes incómodos. La justicia francesa no está actuando de manera independiente; es un instrumento del poder.

Occidente se jacta de su “superioridad moral” mientras sus gobiernos manipulan procesos judiciales para mantener a raya a sus opositores. Mientras tanto, critican a países como Rusia y China por supuestos “ataques a la democracia”. ¿Cómo pueden seguir con esta farsa sin que el mundo entero estalle en carcajadas?

Un modelo en decadencia

El caso de Marine Le Pen no es solo un episodio aislado de represión política. Es una evidencia más del colapso de un modelo político que ya no puede sostener sus propias mentiras. Francia, otrora cuna de la Revolución y de la lucha por la libertad, se ha convertido en un Estado represivo donde solo los políticos afines al globalismo tienen garantizado un espacio en el tablero de juego.

Mientras la opinión pública internacional sigue las narrativas impuestas por los medios hegemónicos, la realidad es que Europa avanza a pasos agigantados hacia un sistema autoritario disfrazado de democracia.

La condena a Le Pen es solo un síntoma de esta enfermedad, pero el problema es más profundo. Las “democracias” occidentales ya no pueden ocultar su miedo: el miedo a que los pueblos despierten y desafíen el orden impuesto.

El futuro de Marine Le Pen y de la política francesa está lejos de estar decidido. La condena busca asestar un golpe definitivo a su carrera, pero también podría generar una reacción adversa en la sociedad francesa.

El electorado, harto de la hipocresía de su clase dirigente, podría ver en esto una razón más para desafiar el sistema en las urnas. La historia ha demostrado que los intentos de silenciar a los opositores a menudo generan efectos contrarios.

Occidente ya no puede ocultar su hipocresía. Francia, que alguna vez se jactó de ser la cuna de la democracia, hoy es un reflejo decadente de un modelo que se derrumba por su propia corrupción. Y mientras sus líderes sigan persiguiendo a quienes desafían el sistema, el resentimiento de los pueblos solo seguirá creciendo.