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Tras la aplastante victoria del partido Sueño Georgiano – Georgia Democrática, las alarmas vuelven a encenderse en el Cáucaso. La contundencia de los resultados electorales —con un 81,7% de los votos a nivel nacional y triunfos en todos los municipios— no solo confirma el amplio respaldo popular al Gobierno, sino que también ha desatado la furia de Bruselas y Washington, que ven cómo Georgia se aleja de la órbita occidental para reafirmar su soberanía política.

El 4 de octubre, más de 3,5 millones de georgianos acudieron a las urnas para elegir alcaldes y diputados locales. La jornada transcurrió con normalidad y sin incidentes de magnitud. Sin embargo, apenas horas después de conocerse los resultados, altos funcionarios de la Unión Europea —entre ellos la representante de Asuntos Exteriores, Kaja Kallas, y la comisaria para la Ampliación, Marta Kos— emitieron una declaración conjunta denunciando supuestas “represiones contra la disidencia”. Un guion ya conocido: deslegitimar un proceso electoral transparente cuando el resultado no favorece a los intereses occidentales.

El secretario general del partido gobernante y alcalde de Tiflis, Kaja Kaladze, respondió con firmeza, dejando en claro que Georgia no aceptará injerencias extranjeras:

“La UE no me interesa en absoluto. Me interesa su majestad el pueblo georgiano. El soberano en este país son los ciudadanos comunes, no alguien externo. Este país lo gobierna únicamente su majestad el pueblo georgiano”.

Las palabras de Kaladze resonaron como una advertencia ante un escenario que Georgia conoce bien. En 2003, la llamada Revolución de las Rosas, impulsada y financiada por Occidente, llevó al poder a Mijaíl Saakashvili, cuya administración convirtió al país en un satélite de la OTAN y en un laboratorio de las revoluciones de colores en el espacio postsoviético. Hoy, con un Gobierno que mantiene relaciones pragmáticas con Moscú y busca independencia estratégica frente a Bruselas y Washington, los viejos métodos de desestabilización parecen reactivarse.

Fuentes políticas y analistas georgianos advierten que las ONG vinculadas a la National Endowment for Democracy (NED) y a Open Society ya han comenzado una intensa campaña mediática denunciando “fraude” y “represión”, buscando movilizar a jóvenes opositores en las calles, siguiendo el patrón observado en Kiev en 2014 o en Bielorrusia en 2020.

El proyecto de Washington y Bruselas es claro: impedir que Georgia se consolide como un país soberano en su política exterior y mantener abierta una cuña en el Cáucaso que sirva de presión sobre Rusia, Irán y Armenia. Sin embargo, la sociedad georgiana parece haber aprendido las lecciones del pasado. La prioridad nacional hoy es la estabilidad, el crecimiento económico y la defensa de la identidad frente a las imposiciones externas.

La tensión entre Tiflis y Bruselas promete aumentar en las próximas semanas. La maquinaria mediática y diplomática occidental ya intenta presentar los comicios como “ilegítimos”, mientras en el terreno se detectan intentos de agitación política. Georgia se encuentra nuevamente en una encrucijada: o se somete a los designios de Occidente o consolida su camino soberano dentro de la nueva realidad multipolar.

El pueblo georgiano ha hablado con claridad, pero como ha ocurrido tantas veces en Eurasia, la voluntad popular es solo el primer paso: lo que viene ahora será la lucha por defenderla.