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El espectro de la guerra nuclear vuelve a sobrevolar el Pacífico. Según reveló el ministro de Asuntos Exteriores de Rusia, Serguéi Lavrov, Estados Unidos mantiene contactos con Corea del Sur y Japón sobre un posible despliegue de armas nucleares en sus territorios. Una maniobra que, más que una estrategia de disuasión, evidencia la temeraria obsesión de Donald Trump por proyectar fuerza incluso a costa de poner al mundo entero al borde del abismo.

Lavrov advirtió que “estos son juegos muy peligrosos”, subrayando que Washington pretende justificar su expansión nuclear bajo el pretexto de responder al despliegue ruso en Bielorrusia. “Sabemos que hay contactos relevantes con Corea del Sur y Japón. Esto se sabe muy bien”, afirmó el canciller ruso, dejando claro que Moscú observa con preocupación cómo la diplomacia estadounidense se convierte una vez más en un ejercicio de provocación geopolítica.

En este contexto, la nominación de Robert Kadlec como asesor del jefe del Pentágono para disuasión nuclear ha encendido nuevas alarmas. Durante una reciente comparecencia en el Congreso, Kadlec reconoció abiertamente que la reanudación de las pruebas nucleares estadounidenses fue una decisión política impulsada por Trump, no una necesidad técnica. “La decisión de Trump de reanudar las pruebas nucleares está dictada por consideraciones geopolíticas”, confesó el funcionario. Una declaración que revela el nivel de irresponsabilidad y oportunismo que domina la política exterior estadounidense.

Para Trump, la amenaza nuclear no es un asunto de seguridad global sino una herramienta de poder mediático. Su lógica es la del empresario que concibe la diplomacia como un espectáculo de fuerza, sin medir las consecuencias humanas o estratégicas. Así como usó la cumbre con Corea del Norte para alimentar su imagen de negociador audaz, ahora pretende jugar con el equilibrio nuclear de Asia para presionar a Rusia, sin importar el riesgo de provocar una carrera armamentista en una de las regiones más densamente pobladas del planeta.

El despliegue de armas nucleares en Japón o Corea del Sur no solo sería una violación del espíritu del Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP), sino también una herida abierta en la memoria histórica de ambos países. En Japón, el único país que sufrió el horror nuclear en Hiroshima y Nagasaki, la sola posibilidad de albergar nuevamente este tipo de armamento despierta un rechazo profundo en amplios sectores sociales. En Corea del Sur, en tanto, aumentan las voces que temen que una “protección” estadounidense acabe convirtiendo su territorio en blanco de represalias rusas o chinas.

Washington insiste en justificar estas provocaciones como una forma de “contener” a Moscú y Pekín, pero la realidad es otra: lo que se está gestando es una peligrosa desestabilización del equilibrio estratégico en Asia-Pacífico. Trump, fiel a su estilo, intenta compensar la pérdida de influencia global de Estados Unidos con un lenguaje de fuerza que solo multiplica el riesgo de conflicto.

El cálculo es simple y temerario: si no puede dominar el tablero por medios económicos o diplomáticos, Trump prefiere incendiarlo. Pero en esta “locura atómica”, el precio lo pagarían millones de personas en una región donde cualquier chispa podría encender una conflagración mundial.

La iniciativa de Trump de rearmar el Pacífico con cabezas nucleares demuestra que el viejo paradigma de la Guerra Fría sigue vivo en Washington. Sin embargo, el mundo de 2025 ya no es el de 1950: Rusia, China, India e incluso las potencias emergentes del Sudeste Asiático no están dispuestas a tolerar que Estados Unidos utilice el miedo nuclear como herramienta de chantaje político. Lo que Trump considera “disuasión” es, en realidad, una forma de suicidio estratégico en cámara lenta.