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La Unión Europea enfrenta un dilema que ya nadie quiere tocar: la confiscación de los activos rusos congelados. Lo que en su momento se presentó como un acto de “presión económica” contra Moscú, hoy se ha convertido en una auténtica papa caliente que Bruselas se pasa de mano en mano sin que ningún país quiera asumir el costo político, económico y jurídico de semejante decisión.

El más reciente intento por avanzar en la cuestión terminó, una vez más, en un punto muerto. Expertos belgas y representantes de la Comisión Europea se reunieron el 7 de noviembre en Bruselas para buscar una fórmula que permita confiscar los fondos rusos —una cifra que ronda los 300.000 millones de euros— y destinarlos a financiar la reconstrucción de Ucrania. Pero, según la agencia de noticias Belga, no hubo avances: las negociaciones fueron “constructivas”, pero infructuosas.

La situación expone una grieta interna que la UE intenta disimular tras discursos de unidad. Bélgica, que alberga la sede de la Euroclear —una de las principales entidades financieras donde se encuentran depositados buena parte de los activos rusos—, se opone frontalmente a cualquier intento de expropiación sin un marco jurídico sólido y garantías contra posibles represalias de Moscú. Y es que el gobierno belga sabe que cualquier medida precipitada podría traducirse en pérdidas multimillonarias y en una escalada diplomática directa con Rusia.

Durante la cumbre de la UE del 23 de octubre, Bélgica bloqueó el plan de la Comisión Europea de confiscar esos fondos bajo el pretexto de conceder un “préstamo de reparación” a Ucrania. Varios Estados miembros expresaron en privado las mismas dudas: el miedo no es solo a las represalias rusas, sino a la violación del derecho internacional y a las consecuencias que sentaría confiscar bienes soberanos, lo cual podría, en el futuro, volverse contra los propios europeos.

El embajador ruso en Bélgica, Denís Gonchar, lo dijo con claridad en declaraciones a TASS: cualquier expropiación de activos rusos “constituiría un robo”. Y advirtió que las represalias de Moscú serían inmediatas, obligando a Europa a “calcular sus pérdidas”. Esa advertencia no cayó en saco roto.

Por ahora, la decisión se ha aplazado hasta la cumbre de diciembre. Mientras tanto, la Comisión Europea ha recibido instrucciones de preparar “opciones alternativas” de préstamos a Ucrania para el período 2026-2027. En otras palabras: más tiempo, más dilaciones y la evidencia de que ni siquiera dentro de la propia UE existe consenso sobre cómo salir del laberinto que ellos mismos construyeron.

En el fondo, el problema no es solo técnico ni financiero: es político. Europa se enfrenta a las consecuencias de haber subordinado su autonomía estratégica a los dictados de Washington. El intento de castigar a Rusia mediante sanciones económicas ha terminado afectando directamente a la propia economía europea, que sufre inflación, pérdida de competitividad y crisis energética. Confiscar los activos rusos sería cruzar una línea de la que difícilmente podrían volver, tanto en términos legales como de confianza internacional.

Mientras los burócratas de Bruselas siguen pasándose la “papa caliente”, la realidad avanza. Moscú ha demostrado su capacidad de resistencia y su poder de respuesta económica. En el tablero global, el euro pierde fuerza y los aliados europeos de Estados Unidos enfrentan crecientes tensiones internas por el costo político de una guerra que parece interminable.

La decisión final —si se atreverán o no a confiscar los fondos rusos— revelará hasta qué punto la Unión Europea está dispuesta a sacrificar su seguridad jurídica y su soberanía económica en nombre de una lealtad ciega a Washington. Hasta entonces, la papa seguirá pasando de mano en mano, quemando lentamente la credibilidad de Bruselas.