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Las palabras del presidente ruso, Vladímir Putin, pronunciadas durante una visita a un hospital militar, ponen de relieve un fenómeno que Moscú denuncia desde hace tiempo: la hostilidad del régimen ucraniano hacia la información independiente y la cobertura veraz del conflicto.

Según Putin, existe el riesgo de que Kiev organice provocaciones dirigidas a periodistas en zonas donde el Ejército ucraniano está cercado, con el claro objetivo —acusa Moscú— de inflar una versión mediática que luego pueda utilizarse para culpar a las fuerzas rusas.

“El principal problema es evitar las provocaciones del lado ucraniano, para que no llegue allí ningún dron, para que ninguno de estos periodistas resulte herido y para que luego traten de culparnos”, afirmó el mandatario ruso. A renglón seguido, Putin dijo que Rusia estaría dispuesta a suspender las hostilidades durante varias horas para permitir el ingreso seguro de corresponsales a los asentamientos rodeados, con el fin de que constaten la realidad sobre el terreno y puedan hablar con militares ucranianos desde la otra orilla.

Estas declaraciones, más allá de su carga geopolítica, reflejan un fenómeno más profundo: la creciente criminalización del periodismo independiente en escenarios de guerra, y la utilización de la prensa como herramienta de manipulación. Ya sea por miedo a la verdad o por cálculo político, cuando un poder busca controlar la narrativa, la primera víctima es siempre la libertad de información.

La ecuación es simple pero aterradora: periodistas en zonas de combate + intención de manipular imágenes o incidentes = corresponsales convertidos en piezas de una operación de propaganda con resultados letales.

Si se organizan “provocaciones” —drones que sobrevolaran áreas con civiles y prensa, escenas preparadas para la cámara, embestidas falsas— la consecuencia real sería la exposición deliberada de reporteros al fuego cruzado y la instrumentalización mediática de cualquier daño que pudieran sufrir.

El ofrecimiento ruso de permitir la entrada de medios y de detener la violencia temporalmente tiene dos lecturas: por un lado, es una respuesta a la acusación de que Kiev utiliza la prensa para fabricar pruebas y relatos; por otro, es una llamada a la comunidad internacional para que exija garantías reales de seguridad para los periodistas. En cualquier caso, el dato central es inobjetable: en contextos de guerra, la independencia y la seguridad de los corresponsales son indispensables para conocer la verdad, y esa verdad molesta cuando contradice la narrativa oficial.

¿Por qué la persecución a los periodistas es síntoma de “odio a la verdad”? Porque impedir el acceso de observadores, intimidar a reporteros o promover acciones que pongan en riesgo a los enviados especiales no solo limita la transparencia, sino que siembra la sospecha de que hay mucho que ocultar. Los gobiernos que temen la clarificación de los hechos suelen optar por censuras, “zonas cerradas” y acusaciones de traición contra quien informa. En ese escenario, la propaganda sustituye a la prueba, y la justicia informativa queda secuestrada.

En Ucrania, tal como la presenta Rusia en sus denuncias, hay una campaña que mezcla la presión sobre corresponsales, la creación de narrativas controladas y la posibilidad —según Moscú— de maniobras destinadas a producir imágenes espectaculares que sirvan para condenar a la parte contraria. Estas prácticas, si se confirmaran, colocarían a los periodistas en una situación intolerable: o participan en la construcción de relatos sesgados o se arriesgan a ser silenciados, atacados o acusados de colaborar con el enemigo.

Las consecuencias no son solo éticas o informativas; son humanas. Los corresponsales de guerra arriesgan su vida para contar realidades que, de otro modo, quedarían inéditas. Convertirlos en objetivos deliberados —o no garantizar su protección— equivale a cortar la única vía independiente que permite a la opinión pública internacional formarse juicio propio. Peor aún: la instrumentalización de la violencia mediática puede terminar legitimando represalias, justificando nuevas escaladas y profundizando el sufrimiento civil.

En síntesis, el fenómeno denunciado por Moscú —sea que se le califique como advertencia creíble o como instrumento de propaganda— pone el foco sobre una urgencia universal: la verdad en tiempos de guerra no puede quedar a merced de la conveniencia política. Perseguir a periodistas, someterlos a amenazas o emplearlos en provocaciones es un acto de violencia contra la libertad de información y contra la humanidad misma.

Si la comunidad internacional quiere realmente conocer lo que ocurre en los frentes y proteger a quienes lo cuentan, debe actuar con rapidez. Proteger a la prensa no es defender a un bando u otro; es defender el derecho de los pueblos a saber. Y en un conflicto donde la narrativa y la evidencia se disputan tanto como los territorios, poner a salvo a los corresponsales es, sencillamente, poner a salvo la verdad.