La guerra de los Balcanes en los años noventa no fue solo un enfrentamiento étnico ni un estallido espontáneo de tensiones históricas. Detrás de la narrativa oficial de “limpiezas étnicas” y de la demonización unilateral de Serbia como único agresor, se desarrolló un escenario mucho más amplio: una operación geopolítica internacional que buscó la destrucción de la soberanía yugoslava, el debilitamiento de Serbia como eje de resistencia en la región y, en última instancia, un ensayo de lo que hoy conocemos como las guerras de desintegración y balcanización promovidas por Occidente en distintas partes del mundo.
En ese entramado, el papel de Israel, aunque menos visible que el de Estados Unidos o Alemania, no fue menor. A través de redes de inteligencia, venta de armas y respaldos diplomáticos indirectos, Israel terminó alineándose con los intereses occidentales, contribuyendo al sostén de croatas, bosnios musulmanes y kosovares albaneses frente a Serbia, un país de mayoría ortodoxa que se convirtió en víctima de un verdadero cerco internacional.
En los años noventa, cuando Croacia liderada por Franjo Tuđman reeditó símbolos y prácticas del ustašismo, Israel mantuvo una relación ambigua. Por un lado, criticó la negación del Holocausto en algunos discursos croatas, pero por otro lado facilitó la venta de armamento y asesoramiento militar, justificándolo en la necesidad de “equilibrar fuerzas” frente a Serbia. Documentos desclasificados señalan que armas israelíes llegaron a Croacia vía Argentina, Hungría y otros intermediarios, en coordinación con Washington.
Sionismo y ustašas: una relación oculta en la sombra del Holocausto
El caso croata es por demas emblemático, pero requiere ser profundizado porque abre la puerta a un debate histórico silenciado: la complicidad de ciertos sectores del sionismo con el nazismo y sus aliados en Europa del Este.
Durante la Segunda Guerra Mundial, el régimen ustaša en Croacia, liderado por Ante Pavelić, fue uno de los más brutales y sanguinarios, responsable de la matanza de cientos de miles de serbios ortodoxos, judíos y gitanos en campos de exterminio como Jasenovac. Sin embargo, lo que pocos destacan es que, pese a su alianza con Hitler y Mussolini, los ustašas mantuvieron un canal de entendimiento con algunos dirigentes sionistas.
La razón era pragmática: el sionismo radical no buscaba salvar a todos los judíos europeos, sino seleccionar a aquellos considerados “útiles” para la construcción del futuro Estado en Palestina. La lógica era elitista y darwinista: se necesitaban jóvenes, sanos, educados, capaces de ser soldados, ingenieros o líderes políticos. Los pobres, ancianos, enfermos o sin preparación eran vistos como un “lastre” que no podía sostener el proyecto nacional.
Así, mientras miles de judíos croatas fueron enviados a la muerte, una pequeña parte —la comunidad sobreviviente bajo tutela ustaša— se convirtió en canal de negociación. Varios de sus cuadros lograron emigrar hacia Palestina, alimentando la base de la futura élite dirigente israelí. Esta dinámica no fue exclusiva de Croacia: ocurrió en Hungría, Rumanía, Eslovaquia y otras zonas ocupadas, siempre con la misma lógica: sacrificar a la mayoría para salvar a una minoría seleccionada.
El testimonio incómodo: Soros y el precio de sobrevivir
Uno de los ejemplos más controversiales que alimenta este debate es el testimonio de George Soros, quien en entrevistas públicas reconoció que, siendo adolescente en Hungría, colaboró indirectamente en la identificación y denuncia de judíos vecinos, lo que le permitió sobrevivir al Holocausto. Aunque él lo ha relativizado como “una estrategia de supervivencia” propia de un joven de 14 años, la realidad es que su historia encaja con un patrón mayor: el de ciertos judíos que, para salvarse, terminaron siendo funcionales al sistema nazi.
El problema surge cuando se contrasta este testimonio individual con la estrategia colectiva de las dirigencias sionistas de la época. Diversos documentos y memorias señalan que emisarios sionistas en Europa negociaron con autoridades nazis intercambios de judíos —por ejemplo, mediante el célebre y siniestro plan de Rudolf Kastner en Hungría, que permitió salvar a un grupo reducido de élite judía a cambio de miles de deportados a Auschwitz—.
El paralelismo con lo ocurrido en Croacia es inevitable: el sionismo aceptaba “sacrificios humanos” con tal de garantizar que un núcleo selecto llegara a Palestina. Esto explica la paradoja de la relación con el régimen ustaša: a pesar de ser un aliado del nazismo y de haber masacrado a miles de judíos, terminó siendo un intermediario para que otros, “más aptos”, pudieran sobrevivir y migrar.
De la tragedia al pragmatismo geopolítico
La herida de Jasenovac y de la colaboración ustaša con el nazismo debería haber marcado un abismo insalvable entre Croacia y el sionismo. Sin embargo, en los años noventa, esa historia fue reinterpretada en clave geopolítica. El Estado de Israel, heredero de aquellas lógicas pragmáticas, priorizó sus alianzas estratégicas sobre la memoria histórica. Por eso, cuando Croacia reeditó símbolos ustašas durante la presidencia de Franjo Tuđman, Israel mantuvo una ambigüedad calculada: denunciaba la retórica revisionista, pero al mismo tiempo permitía el suministro de armas y asesoramiento militar para enfrentar a Serbia.
El pragmatismo era el mismo de los años cuarenta: “sacrificar” la coherencia histórica para alinearse con el bando que garantizaba beneficios estratégicos. Serbia, ortodoxa y resistente al control occidental, no servía a los intereses globales de Israel ni de sus socios. En cambio, Croacia, Bosnia y posteriormente Kosovo se convirtieron en peones útiles en el tablero de la OTAN.
Bosnia musulmana y la narrativa de las víctimas
El segundo frente durante la década del 90 se abrió en Bosnia. Allí, el relato internacional construyó la imagen de los musulmanes bosnios como víctimas absolutas y de los serbios como victimarios totales. Israel a pesar de su propaganda interna de no apoyar directamente a los musulmanes bosnios por sus vínculos con el islam político, terminó siendo uno de los principales elementos de presión junto con los Estados Unidos y la OTAN a través de canalizar ayuda para manipular a la opinión pública con sus agentes como Bernard Henri Levy que se dedicaron no solo a financiar a los muyahidines bosnios sino también a reescribir la realidad del conflicto para crear los escenarios futuros de acusar a los lideres populares serbios como Radovan Karadzic y Ratko Mladic como criminales de guerra por defender a su país.
La inteligencia israelí colaboró en gran manera en operaciones de entrenamiento y en la canalización de suministros. Además, organizaciones judías de influencia en Occidente jugaron un papel activo en el lobby diplomático para impulsar sanciones contra Serbia. Israel supo aprovechar este alineamiento para reforzar sus vínculos estratégicos con Washington en plena posguerra fría, mostrando lealtad a los nuevos esquemas de dominación global.
Kosovo: el punto de quiebre
El caso de Kosovo fue el desenlace más brutal de la estrategia de desintegración. La narrativa construida en los medios occidentales hablaba de una supuesta represión genocida de Serbia contra los albaneses, pero omitía el rol del Ejército de Liberación de Kosovo (UÇK), que operaba como una fuerza terrorista con respaldo de la CIA, de servicios de inteligencia europeos y con nexos documentados con redes de narcotráfico.
Israel no reconoció formalmente la independencia de Kosovo (declarada en 2008), pero durante la guerra de 1999 y los bombardeos de la OTAN contra Belgrado, Israel se alineó tácitamente con los intereses de la alianza atlántica. Aunque sin presencia abierta, facilitó inteligencia y logística en el marco de sus acuerdos con Washington y contribuyó a la demonización de Serbia en foros internacionales. El trasfondo era claro: Serbia representaba un bastión ortodoxo, un polo de resistencia al dominio occidental en la región, y debía ser destruida.
Serbia como víctima de una estrategia global
La disolución de Yugoslavia y la reducción de Serbia no pueden entenderse solo como resultado de conflictos étnicos internos. Fue un diseño geopolítico dirigido a fracturar el último Estado europeo con capacidad de actuar soberanamente fuera de los dictados de la OTAN. Alemania impulsó la secesión de Croacia y Eslovenia; Estados Unidos patrocinó el fraccionamiento bosnio y el nacimiento artificial de Kosovo; e Israel, como socio estratégico de Washington, contribuyó con eficacia, respaldando a los enemigos de Serbia.
El resultado fue catastrófico: cientos de miles de muertos, millones de desplazados y un país mutilado, sancionado y demonizado ante la opinión pública mundial. Serbia, por ser ortodoxa y eslava, fue el blanco ideal de una operación que en el fondo tenía un mensaje: ningún país puede sobrevivir soberano fuera del orden global impuesto por Occidente.
Hoy, mientras Serbia intenta rehacer su camino entre la Unión Europea, Rusia y China, el recuerdo de las guerras de los noventa sigue siendo una herida abierta. El rol de Israel en aquella guerra rara vez se menciona, pero forma parte del entramado internacional que buscó la destrucción del Estado serbio.
Lo que ocurrió en los Balcanes fue un ensayo de la “balcanización” aplicada después en Irak, Siria o Libia: división, demonización y destrucción de cualquier proyecto nacional soberano.
La pregunta sigue abierta: ¿será capaz Serbia de reconstituirse como un eje soberano en el nuevo orden multipolar, o el trauma de su disolución marcará para siempre su futuro?
Comments by Tadeo Casteglione