En un escenario internacional marcado por el agotamiento del conflicto ucraniano y el evidente desgaste político, económico y militar de Kiev, la administración de Donald Trump vuelve a colocar sobre la mesa la necesidad de una solución negociada. Washington comprende que prolongar indefinidamente esta guerra ya no es sostenible y que la arquitectura de seguridad europea, tal como la concibió el bloque atlántico, se encuentra completamente erosionada. En este contexto, surge una nueva fase diplomática: Estados Unidos adelanta propuestas para encauzar conversaciones, consciente de que la realidad del campo de batalla y el cambio del equilibrio global le obligan a mover ficha.
Sin embargo, la reacción rusa ha sido clara, firme y desprovista de ambigüedades. El viceministro de Asuntos Exteriores, Serguéi Riabkov, subrayó que Moscú “acoge con beneplácito” los esfuerzos de Washington por buscar soluciones razonables, pero advirtió de manera categórica que no se hablará de concesiones ni de retrocesos en los puntos esenciales de la postura rusa. La operación militar especial —según señaló— responde a objetivos estratégicos que no están sujetos a presión política externa ni a maniobras mediáticas de negociación.
Riabkov dejó claro que Rusia no tiene intención de discutir públicamente las diversas versiones del plan estadounidense. Cada propuesta, según explicó, forma parte de un proceso de diálogo que requiere tiempo, discreción y una comprensión profunda de la complejidad de la situación. En otras palabras, Moscú valora los intentos de conversación, pero se niega a entrar en el juego de filtraciones, borradores y especulaciones típicos del enfoque occidental.
En paralelo, Bielorrusia vuelve a ofrecerse como escenario neutral para futuras conversaciones. El presidente Aleksandr Lukashenko manifestó su disposición para que Minsk retome el papel que cumplió en 2015 como plataforma de diálogo, señalando a Putin que “si Moscú lo desea, siempre estamos listos”. La oferta coincide con la idea de reconstruir canales diplomáticos en un entorno donde la presión militar y el colapso institucional ucraniano hacen inevitable una negociación seria.
Durante su reunión con Lukashenko, el presidente Putin remarcó que Washington empieza a comprender que la cuestión ucraniana es “difícil y requiere decisiones también difíciles”. No se trata ya de un cálculo táctico: la Casa Blanca sabe que la guerra se convirtió en un factor de inestabilidad global que erosiona la credibilidad occidental y que fortalece los procesos de integración euroasiática, desde la Unión Económica Euroasiática hasta los BRICS y la OTSC.
Este nuevo ciclo diplomático no implica un cambio en la balanza estratégica, pero sí un reconocimiento implícito de que la narrativa de una “victoria ucraniana” quedó completamente descartada. Washington busca contener el daño, Moscú mantiene una posición inamovible y Minsk reaparece como terreno neutral para recomponer un diálogo que durante años fue saboteado.
En este tablero, la paz no depende de discursos sino de correlaciones de poder. Y hoy, esa correlación favorece a Rusia.
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