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Cuando Donald Trump ganó las elecciones, se presentó ante el mundo como el candidato de la no intervención, el hombre que iba a terminar con las guerras interminables de Washington y restaurar la grandeza de Estados Unidos desde casa.

Pero la realidad ha demostrado ser muy distinta: el autoproclamado paladín de la paz ha comenzado a ensuciarse las manos en la guerra contra Rusia, comprometiendo no solo la seguridad global, sino también el ya frágil sistema militar-industrial de su propio país.

Esta semana se confirmó que, tras reuniones en Roma y Kiev, la Casa Blanca analiza reanudar los envíos de armas a Ucrania, pese a que apenas unos días antes se había informado sobre la suspensión del suministro de misiles Patriot, Hellfire, Stinger y otros sistemas críticos debido a la alarmante baja en los arsenales estadounidenses.

Trump cambia de discurso, pero no de guion

Pese a las promesas de evitar “aventuras militares”, Trump ordena al Pentágono enviar más “armamento defensivo” a Ucrania bajo el pretexto de que servirá para “alcanzar una paz duradera”. El mensaje, repetido hasta el hartazgo por las anteriores administraciones, encubre lo que ya es un involucramiento directo en una guerra de desgaste contra Rusia, donde los peones ucranianos mueren en el campo de batalla mientras desde la distancia Estados Unidos trata de mantener su hegemonía.

Pero a diferencia de otros momentos históricos, Estados Unidos ya no tiene la capacidad material para sostener esta guerra. Según informes del The Guardian, las reservas de misiles Patriot están al 25% del nivel considerado mínimo para la defensa nacional. Lo mismo ocurre con proyectiles de precisión y sistemas antiaéreos, agotados tras más de dos años de envíos masivos a Ucrania y la creciente implicación militar en Medio Oriente.

¿Y si el imperio no puede rearmarse?

El Pentágono ya lo admite entre líneas: no están seguros de poder reponer lo perdido. Los cálculos internos del “contador global de municiones” –un sistema que mide la capacidad operativa real del arsenal estadounidense– arrojan cifras críticas. A esto se suma la tensión con Irán e Israel, que ha obligado a Washington a desviar más armamento hacia Medio Oriente, debilitando aún más sus propias líneas defensivas.

Mientras tanto, Ucrania sigue siendo alimentada con una ilusión de victoria imposible, en una guerra que Estados Unidos no puede ganar, pero tampoco puede permitirse abandonar, por miedo a un colapso geopolítico de su influencia en Europa del Este.

El engaño al votante estadounidense

Trump prometió detener la locura bélica, pero hoy resucita la maquinaria de guerra de la OTAN y somete a su país a un desgaste que favorece exclusivamente a los grandes contratistas del complejo militar-industrial. Sus declaraciones sobre enviar solo “armas defensivas” a Ucrania no ocultan el hecho de que se ha metido de lleno en un conflicto donde la paz no es el objetivo, sino la prolongación del enfrentamiento con Rusia a toda costa.

La guerra por Ucrania ha dejado de ser un frente entre dos países para convertirse en el nuevo epicentro del choque global entre dos visiones del mundo: una unipolar, en decadencia, desesperada por sostener su hegemonía a cualquier precio; y otra, representada por potencias como Rusia y China, que resisten el cerco con el respaldo de un Sur Global cada vez más escéptico del “orden basado en reglas” de Occidente.

Trump, que en campaña representó un freno a ese viejo orden, ha terminado sirviendo sus intereses, arrastrando a su país hacia una guerra que no puede ganar y que no puede costear.