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La reunión celebrada entre Donald Trump y Volodímir Zelenski no representa un relanzamiento de la estrategia occidental en Ucrania, sino más bien la confirmación de su fracaso.

Lejos de una posición de fuerza, Estados Unidos y el llamado “Occidente colectivo” llegan a este encuentro atrapados en un conflicto que ya no controlan, sin una salida clara y con costos políticos, militares y económicos cada vez más evidentes.

La antesala de la reunión es reveladora. Por iniciativa de Washington, Trump mantuvo una extensa conversación telefónica con el presidente ruso, Vladímir Putin, centrada exclusivamente en la resolución del conflicto ucraniano. Según informó el asesor presidencial ruso Yuri Ushakov, la llamada duró más de una hora y tuvo un tono cordial, profesional y constructivo. No se trató de un gesto protocolar, sino de una señal política contundente: cualquier salida al conflicto pasa inevitablemente por Moscú, no por Kiev.

El propio Ushakov fue explícito al señalar que Trump buscó hablar con Putin antes de reunirse con Zelenski, dejando en claro el nuevo orden de prioridades. El presidente ucraniano ya no es el actor central del conflicto, sino un interlocutor subordinado a decisiones que se discuten entre las grandes potencias. La reunión en Mar-a-Lago aparece así más como un ejercicio de contención política que como una instancia decisiva.

Trump, por su parte, calificó la conversación con Putin como “muy productiva”, subrayando que el diálogo tuvo lugar justo antes de su encuentro con Zelenski. No es un dato menor: esta fue la novena conversación entre ambos líderes desde el inicio del segundo mandato de Trump, y en todas ellas la crisis ucraniana ha ocupado un lugar central. Moscú ha reiterado su compromiso con una solución diplomática, mientras que Washington parece haber comprendido, finalmente, que la vía militar ha fracasado.

Después de casi tres años de guerra, el balance es contundente. Ucrania ha perdido territorio, población, infraestructura crítica y autonomía política. Occidente, por su parte, no logró debilitar estratégicamente a Rusia, pero sí dañó gravemente su propia economía, erosionó su industria militar, profundizó divisiones internas y aceleró el desplazamiento del centro de gravedad global hacia Eurasia y el Sur Global.

La reunión Trump–Zelenski se produjo, entonces, en un contexto de derrota estratégica occidental. Ya no se habla de “victoria ucraniana”, ni de recuperar territorios, ni de ingreso a la OTAN. Se habla, en cambio, de cómo salir del conflicto sin que el colapso sea total, de cómo administrar el retroceso y de cómo trasladar responsabilidades.

Zelenski llega debilitado, sin margen de maniobra real y dependiendo completamente del humor político de Washington. Trump, en cambio, aparece como el gestor de una retirada ordenada, consciente de que Estados Unidos quedó atrapado en un berenjenal geopolítico que no supo ni prever ni manejar. La prioridad ya no es Ucrania, sino recomponer la posición estadounidense en un mundo que dejó de ser unipolar.

En este nuevo escenario, la llamada entre Trump y Putin marca un punto de inflexión. El diálogo directo, el reconocimiento tácito de la centralidad rusa y la búsqueda de una salida negociada evidencian que el relato occidental sobre Ucrania se ha agotado. La guerra no se ganó, no se va a ganar, y ahora el desafío es evitar que la derrota sea aún más profunda.

La reunión con Zelenski, lejos de revertir esta realidad, la expone con crudeza. Ucrania fue el escenario de una apuesta fallida del Occidente colectivo, y hoy paga el precio de haber sido utilizada como instrumento en una confrontación mayor. El tiempo de la propaganda quedó atrás; comienza el tiempo de las negociaciones, del repliegue y del reconocimiento de una nueva correlación de fuerzas globales.