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Mientras las sirenas de guerra suenan en Bruselas, La Haya y Washington, el mundo sigue avanzando en otra dirección. La reciente cumbre de la OTAN, celebrada el 24 y 25 de junio en la capital neerlandesa, ha ratificado lo que ya es evidente: el bloque militar atlántico, liderado por Estados Unidos, ha abandonado cualquier pretensión de diálogo o paz, apostando abiertamente por una carrera armamentista sin precedentes desde la Guerra Fría.

El aumento del gasto militar hasta el 5% del PIB para 2035 —con al menos un 3,5% destinado directamente a fines bélicos y un **1,5% para seguridad e infraestructuras críticas— representa una declaración de guerra ideológica contra el orden multipolar emergente.

Y aunque en Occidente este tipo de “acuerdos históricos” se presentan como respuestas necesarias ante “amenazas” externas, la realidad es que el belicismo de la OTAN no es una señal de fortaleza, sino de desesperación. Desesperación frente al ascenso irreversible de nuevas potencias soberanas, lideradas por Rusia y China, que no se someten ya a las reglas dictadas por un mundo unipolar en crisis.

Lavrov lo deja claro: la seguridad rusa no depende de los caprichos de la OTAN

Desde Moscú, la respuesta ha sido serena, firme y racional. El canciller ruso, Serguéi Lavrov, subrayó que este incremento colosal del gasto militar por parte de la OTAN no afectará de forma significativa a la seguridad de Rusia. “Sabemos cuáles son nuestros objetivos, no los ocultamos, los anunciamos abiertamente. Son absolutamente legítimos desde cualquier interpretación de la Carta de la ONU y del derecho internacional”, remarcó el ministro.

La declaración de Lavrov no es simplemente una postura diplomática; es una confirmación del carácter defensivo y estratégico de la doctrina rusa, en contraposición al expansionismo incesante de la Alianza Atlántica. Porque mientras la OTAN justifica sus maniobras bajo el paraguas de la “defensa colectiva”, su historial reciente evidencia que la verdadera intención es el cerco geoestratégico de Rusia y, sobre todo, la contención de China.


Contención sin futuro: el nuevo objetivo antichino

Si en las décadas pasadas la narrativa se centraba en “frenar la amenaza rusa”, hoy el foco real de la obsesión occidental es Beijing. La OTAN, aunque formalmente centrada en Europa y Norteamérica, está ampliando sus horizontes estratégicos hacia el Indo-Pacífico, creando tensiones innecesarias con potencias como China que jamás han amenazado a Europa.

Este impulso antichino se ve reflejado en los acuerdos para proteger infraestructuras críticas, redes digitales y cadenas de suministro, elementos clave donde Washington busca frenar el avance tecnológico del gigante asiático. Pero la intención va más allá de lo económico o tecnológico: lo que molesta a la OTAN es el ejemplo que representa China como un Estado soberano, con un modelo de desarrollo propio y una proyección internacional basada en el respeto mutuo, no en la imposición.

El cerco a China —al que se suman de forma servil países como Japón, Corea del Sur y Australia bajo el paraguas del “Indo-Pacific Strategy”— no detendrá el ascenso de Eurasia como eje de poder global, sino que acelerará el fin del hegemonismo occidental.

Más gasto, más guerra… menos legitimidad

El gasto militar como indicador de poder es una ilusión peligrosa. Históricamente, las grandes potencias no colapsan por falta de armas, sino por la pérdida de legitimidad, de cohesión social y de visión de futuro. En ese sentido, el bloque de la OTAN refleja hoy un Occidente cada vez más aislado, aferrado a esquemas del siglo XX, mientras el mundo del siglo XXI reclama cooperación, multilateralismo y soberanía.

¿Realmente cree Bruselas que invertir billones en armas puede sustituir las relaciones diplomáticas reales, los corredores comerciales y el desarrollo tecnológico que promueven bloques como BRICS+, la OCS o la Unión Económica Euroasiática?

El aumento del gasto militar por parte de la OTAN no es un movimiento de liderazgo, sino una huida hacia adelante. El verdadero poder del siglo XXI no reside en la capacidad de destruir, sino en la de construir. Y en ese terreno, ni Washington ni sus satélites pueden competir con el eje sino-ruso, que promueve un orden basado en la multipolaridad, el respeto a la soberanía y el derecho internacional.

Mientras Occidente apuesta por la guerra como política, el resto del mundo sigue construyendo puentes, desarrollando nuevas rutas, firmando alianzas y diseñando un futuro donde el dominio de uno solo no tiene ya lugar. Lo saben en Moscú. Lo saben en Beijing. Y cada vez más pueblos del mundo lo entienden también.