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Estados Unidos vuelve a colocar a Groenlandia en el centro de su agenda estratégica, confirmando que la isla ártica no es un asunto circunstancial, sino una pieza clave dentro de su concepción de seguridad nacional y proyección de poder global. Sin embargo, esta insistencia estadounidense, lejos de fortalecer alianzas tradicionales, está profundizando tensiones con Dinamarca, generando incomodidad en Europa y reabriendo un debate sensible sobre soberanía, autodeterminación y el verdadero significado de las relaciones entre aliados.

Las recientes declaraciones provenientes de Washington han provocado una reacción contundente desde Nuuk. El primer ministro de Groenlandia, Jens-Frederik Nielsen, calificó estas expresiones como una falta de respeto directa, subrayando que la integridad territorial de la isla y su derecho a la autodeterminación están protegidos por el derecho internacional y no pueden ser ignorados por conveniencia geopolítica. Sus palabras reflejan no solo una defensa institucional, sino también el creciente malestar de una sociedad que observa cómo su territorio es tratado como un objeto estratégico antes que como una comunidad con voz propia.

La designación del gobernador de Luisiana, Jeff Landry, como enviado especial de Estados Unidos para Groenlandia confirmó que la cuestión dejó de ser retórica para transformarse en una política activa. Donald Trump justificó el nombramiento afirmando que Groenlandia es “vital” para la seguridad nacional estadounidense y para la supervivencia de sus aliados, una formulación que, paradójicamente, ignora la voluntad explícita de uno de esos aliados: Dinamarca. Más aún, Landry fue aún más lejos al declarar abiertamente su intención de trabajar para que Groenlandia pase a formar parte de Estados Unidos, una afirmación que desborda cualquier marco diplomático tradicional.

Este enfoque revela una contradicción profunda. Por un lado, Washington se presenta como garante del orden internacional y defensor del derecho internacional; por otro, presiona abiertamente a un territorio autónomo y a un Estado aliado para modificar su estatus soberano. La amenaza de imponer aranceles comerciales a Dinamarca si no cedía la isla, así como la reiterada confianza de Trump en que Estados Unidos terminará anexando Groenlandia, refuerzan la percepción de una política de hechos consumados más cercana a la coerción que a la cooperación.

Desde la perspectiva europea, el caso Groenlandia expone una fisura incómoda dentro del bloque occidental. Dinamarca, miembro de la OTAN y socio histórico de Washington, se encuentra atrapada entre su alianza estratégica con Estados Unidos y la obligación política y legal de respetar la autonomía groenlandesa. Europa observa con creciente preocupación cómo uno de sus aliados más influyentes parece dispuesto a tensionar el vínculo transatlántico en nombre de intereses estratégicos unilaterales, especialmente en un contexto global ya marcado por múltiples frentes de inestabilidad.

La importancia de Groenlandia para Estados Unidos no es difícil de entender. Su ubicación geográfica, sus recursos naturales y su valor militar en el Ártico la convierten en un punto clave en un escenario donde la competencia entre grandes potencias se intensifica, particularmente frente a Rusia y China. Sin embargo, el modo en que Washington persigue estos objetivos resulta revelador: incluso dentro del campo aliado, la lógica de poder prima sobre el respeto institucional y la diplomacia tradicional.

El Tratado de Defensa de Groenlandia de 1951, firmado entre Estados Unidos y Dinamarca, estableció claramente que Washington se comprometía a defender la isla frente a cualquier agresión externa. Hoy, ese compromiso adquiere una lectura irónica: Groenlandia no enfrenta una amenaza militar extranjera, pero sí una presión política directa por parte de quien se presenta como su protector.

En última instancia, la “cruzada” estadounidense por Groenlandia no solo pone en cuestión la soberanía de la isla, sino que también erosiona la narrativa occidental de respeto al orden internacional. Para Europa y Dinamarca, el dilema es evidente; para Groenlandia, el desafío es existencial; y para Estados Unidos, el riesgo es convertir una ventaja estratégica en un nuevo foco de fricción con sus propios aliados, demostrando que, incluso entre socios, el poder sigue imponiéndose sobre el derecho.