Por Tadeo Casteglione y Fernando Esteche – *Publicado originalmente en PIA
En el tejido político contemporáneo, los actos de violencia política rara vez se limitan a eventos aislados; más bien, sirven como reflejos de tensiones más profundas y dinámicas geopolíticas que moldean el panorama internacional. El reciente atentado contra Donald Trump en Pensilvania no solo capturó la atención mundial, sino que también suscitó preguntas cruciales sobre la naturaleza del poder político, las divisiones internas en Estados Unidos y el papel del «Estado Profundo» en la gestión gubernamental.
Estado Profundo y perpetuación del poder
El concepto de «Estado Profundo» se refiere a estructuras de poder que operan fuera del escrutinio público y que buscan mantener el statu quo a través de influencias discretas pero significativas en las decisiones políticas. Estas redes incluyen agencias de inteligencia, grupos de interés y corporaciones, cuyo objetivo común es preservar intereses de largo plazo que pueden no alinearse con los deseos del electorado en los Estados Unidos. En el contexto del atentado contra Donald Trump, se plantea la hipótesis de que el atentado parece ser una acción desesperada por parte de elementos dentro del Estado Profundo para proteger sus prerrogativas y evitar cambios disruptivos en el poder político.
En el complejo panorama político global, pocas figuras han generado controversia y disrupción como Donald Trump. Su presidencia y su continua influencia en la política estadounidense y mundial han sido marcadas por desafíos directos al llamado «Estado Profundo» y a los intereses globalistas financieros que vienen dominando el escenario político internacional y gestionando el unipolarismo.
Donald Trump se ha destacado por su retórica y acciones que desafían las estructuras de poder no visibles del «Estado Profundo». Una de sus principales áreas de confrontación ha sido su promesa de poner fin a la intervención estadounidense en conflictos internacionales, incluyendo su postura sobre la guerra en Ucrania. Al cuestionar la necesidad y el beneficio de estas intervenciones, Trump ha desafiado directamente las narrativas globalistas que justifican la expansión militar y las operaciones en el extranjero como parte de una agenda geopolítica más amplia, hace horas nada más advirtió sobre el peligro de una guerra nuclear como conclusión de las resoluciones de la OTAN.
Otro frente en el desafío de Trump al Estado Profundo ha sido su llamado a investigar la presunta corrupción dentro del Partido Demócrata, particularmente en torno a la familia Biden. Sus esfuerzos para exponer y desmantelar redes de influencia y nepotismo han sido vistos como una amenaza directa a los intereses establecidos que operan dentro de las estructuras políticas tradicionales en Washington D.C. Esta iniciativa no solo busca ajustar cuentas, sino también es un esfuerzo por resolver la profunda crisis política norteamericana.
A nivel internacional, Trump ha buscado establecer relaciones directas y pragmáticas con líderes globales clave, incluidos Vladimir Putin de Rusia, Xi Jinping de China y Kim Jong Un de Corea del Norte. Estas iniciativas han sido interpretadas como intentos de promover acuerdos bilaterales que beneficien directamente los intereses estadounidenses, al tiempo que desafían los esfuerzos globalistas anglo-sajones de mantener el control.
Las acusaciones de Donald Trump sobre Joe Biden y su presunta conducción de la OTAN hacia un conflicto nuclear con Rusia no deben pasarse por alto en el análisis en referencia al atentado sufrido por el líder republicano. Estas denuncias no solo reflejan una percepción de escalada militar y tensiones globales, sino que también arrojan luz sobre el entorno político en el que se desarrolla el reciente atentado contra Trump en Pensilvania.
El reciente atentado contra Donald Trump en Pensilvania no puede entenderse aisladamente. En el contexto de las acusaciones de Trump contra Biden y el establishment demócrata, el incidente cobra una nueva dimensión como un posible acto destinado a silenciar o desacreditar a una figura política que desafía las narrativas dominantes sobre la seguridad nacional y la política exterior estadounidense.
Con todo esto, es menester comprender que no se trata de una pelea doméstica entre demócratas y republicanos sino entre dos proyectos imperialistas antitéticos, los globalistas financieros expresados en Wall Street y el continentalismo de Trump expresado en los grandes aparatos industriales.
La escalada de tensiones entre la OTAN, liderada por Estados Unidos bajo la administración Biden y Rusia es un tema central en la geopolítica contemporánea. Las maniobras militares, las sanciones económicas y la retórica belicista con la clara intervención de la OTAN en apoyo al régimen de Zelensky en Ucrania han exacerbado las divisiones y aumentado los riesgos de un conflicto más amplio, incluido el potencial uso de armas nucleares en un escenario extremo el cual no se puede descartar.
Trump vs. Biden: imperialismo con diferentes matices
Es siempre necesario resaltar que tanto Donald Trump como Joe Biden representan enfoques imperialistas, pero con matices distintivos que reflejan visiones divergentes sobre el rol de Estados Unidos en el escenario global. Trump, con su eslogan «America First» y el principio de «América para los americanos», encarna un imperialismo continental que prioriza los intereses nacionales sobre los compromisos internacionales extensos. Su enfoque se centra en la autonomía económica y en minimizar las intervenciones militares en el extranjero, al menos en comparación con administraciones anteriores.
Por otro lado, Biden, respaldado por figuras como Obama, Kamala Harris y otros actores del establishment demócrata, representa un enfoque más alineado con el globalismo anglosajón. Este modelo promueve una intervención internacional más activa y una mayor participación en conflictos globales, a menudo justificados retóricamente bajo la premisa de la promoción de la democracia y la estabilidad internacional. Sin embargo, detrás de esta retórica pueden esconderse agendas más complejas que incluyen la expansión de influencia geopolítica y económica, especialmente frente a rivales estratégicos como Rusia y China.
El globalismo anglosajón financiero, promovido por líderes demócratas y otros actores internacionales influyentes, tiende a favorecer estrategias que escalan conflictos globales en lugar de mitigarlos. Esta visión busca mantener la hegemonía occidental, a menudo a través de alianzas militares y económicas que apuntan a reforzar el liderazgo de Estados Unidos y sus aliados tradicionales. La confrontación con potencias como Rusia y China se percibe como crucial para mantener esta supremacía, a pesar de los riesgos inherentes de una escalada militar y diplomática sin precedentes.
Una de las características distintivas y salvable de la política exterior propuesta por Donald Trump, si es electo como presidente nuevamente, es su enfoque en la reducción de conflictos con Rusia mientras centra su atención en China como un enemigo estratégico clave para Estados Unidos. Este enfoque no solo marca un contraste con las políticas anteriores de confrontación con Rusia, sino que también podría tener implicaciones significativas para el desarrollo euroasiático, particularmente en el contexto de la ideología euroasiática y la promoción de un mundo multipolar.
Una política de reducción de tensiones entre Estados Unidos y Rusia bajo la administración de Trump podría allanar el camino para una mayor estabilidad en Eurasia, facilitando así el desarrollo económico y político de la región. Esto podría beneficiar especialmente a Rusia, permitiéndole jugar un papel más activo y constructivo en la escena internacional, en línea con sus intereses de fortalecer la integración euroasiática.
Ambos modelos representan, en última instancia, opciones que perpetúan el imperialismo y la intervención internacional, aunque con enfoques y matices diferentes. La decadencia del sistema estadounidense, se refleja en la continuidad de políticas que priorizan el poder sobre la cooperación, la dominación sobre el diálogo y el militarismo sobre la diplomacia constructiva.
Además, la crisis de hegemonía y el fracaso del proyecto nacional en Estados Unidos se reflejan en la plataforma política de Donald Trump, centrada en la protección de empleos y en la crítica a las élites políticas establecidas. Esta decadencia se manifiesta de manera aguda en las recurrentes denuncias de fraudes electorales, que han marcado las elecciones estadounidenses desde la disputa entre Bush y Al Gore en 2000. Estos episodios no solo cuestionan quién ganará las elecciones, sino si la sociedad será capaz de aceptar la victoria del adversario político. Los continuos choques postelectorales reflejan una profunda división y desconfianza en el sistema electoral y en las instituciones, erosionando aún más la cohesión y la legitimidad del sistema político norteamericano que parece encontrarse en un punto de no retorno.
Guerra civil y fragmentación interna
A fines de la década de 1980, en los últimos años de la Guerra Fría, los analistas de la inteligencia soviética observaban con atención el desarrollo político de Estados Unidos. Entre los diversos informes y análisis de aquel entonces, se sugirió que el camino político de Estados Unidos podría eventualmente conducir a una fractura profunda en la sociedad, incluso sugiriendo la posibilidad de una guerra civil en las décadas venideras.
La polarización política en Estados Unidos ha alcanzado niveles sin precedentes, alimentada por divisiones ideológicas, sociales y económicas cada vez más profundas. Este clima de confrontación ha exacerbado tensiones internas, dando lugar a una percepción creciente de una guerra civil que se encuentra en marcha.
Hoy en día, Estados Unidos enfrenta una polarización política y social que ha alcanzado niveles históricos. La retórica divisiva en la política nacional, las disparidades económicas cada vez más pronunciadas y las crecientes tensiones raciales han contribuido a un clima de desconfianza y confrontación. Estos elementos no solo reflejan las divisiones ideológicas profundas, sino que también han alimentado el surgimiento de movimientos extremistas y la radicalización política en ambos extremos del espectro político.
En los últimos años, diversos acontecimientos han subrayado una creciente polarización dentro de Estados Unidos, uno de los episodios más significativos que ha destacado esta división profunda es el conflicto en torno a Texas a principios de 2024, marcado por una disputa fronteriza entre el gobierno federal de Estados Unidos y el estado de Texas.
La disputa fronteriza entre Texas y el gobierno federal se desató como consecuencia directa de las políticas de inmigración implementadas por la administración del presidente Joe Biden. Ante lo que perciben como una falta de acción efectiva por parte del gobierno federal para controlar la inmigración ilegal, Texas decidió tomar medidas drásticas como la movilización de la Guardia Nacional de Texas que obtuvieron el apoyo amplio de otros estados y que marcaron un conflicto que deja un precedente interesante en los Estados Unidos.
La acción de Texas no solo desafió la autoridad del gobierno federal, sino que también ilustra la profundidad de la división política y social en Estados Unidos. La promulgación de leyes estatales que permiten a jueces locales emitir órdenes de deportación, un poder tradicionalmente reservado al gobierno federal, subraya cómo los estados están asumiendo un papel más activo y desafiante frente a las políticas centrales del gobierno de Biden.
La situación en Texas y otros puntos de fricción en Estados Unidos sugiere el desarrollo de una guerra civil no convencional, caracterizada no por enfrentamientos militares directos entre estados, sino por conflictos legales, políticos y sociales que socavan la cohesión nacional. La falta de consenso sobre cuestiones fundamentales como la inmigración, los derechos estatales y la autoridad federal solo profundiza estas divisiones y presenta desafíos significativos para la estabilidad interna del país.
El atentado contra Donald Trump se inserta dentro de este contexto volátil, donde la retórica incendiaria y las disparidades socioeconómicas han creado un caldo de cultivo para la radicalización y la violencia política como medio de expresión de descontento y confrontación.
Modus operandi terrorista y objetivos geopolíticos
Comparando el modus operandi del atentado contra Donald Trump con otros actos terroristas globales, como los ataques en Rusia y Eslovaquia, emerge un patrón común de utilización de la violencia como herramienta para influir en las políticas nacionales e internacionales llevada a cabo por los mismos sectores en lo que podemos identificar un claro hilo conductor.
Es necesario entender claramente que el eje del imperialismo globalista anglosajón con su predominancia en el Partido Demócrata ha llevado a cabo una política internacional tanto de manera oficial como en las sombras en donde la desestabilización y el terrorismo han sido herramientas ampliamente utilizadas para llevar a cabo objetivos estratégicos del proyecto mundial occidental en la eliminación de cualquier tipo de competencia.
Esta herramienta para nada es nueva, ya que la CIA y otros organismos a nivel global como el Mossad, el MI6 han utilizado de manera reiteradas, ataques desde las sombras para condicionar el escenario político internacional a su conveniencia, pero llama la atención cómo de manera reiterativa y cada vez más abiertamente, estos organismos han potenciado y llevado a cabo sus acciones en el último año teniendo como objetivo alentar la confrontación global, escalonado primero contra Rusia y luego contra China, lo que eran prácticas excepcionales se vuelven cada vez más ordinarias.
En Rusia, por ejemplo, los ataques contra infraestructuras críticas como Nord Stream y el puente de Crimea han sido atribuidos a claros intereses geopolíticos de sectores que buscan una confrontación a gran escala para impedir el desarrollo de una estructura global soberana y multipolar.
En la misma linea, la utilización de agentes proxys financiados y apoyados de manera directa e indirectamente por estos sectores globalistas para llevar a cabo sabotajes y acciones terroristas en Rusia como el ataque a la sala de conciertos “Crocus City Hall” en Moscú, como también los ataques en las ciudades de Majachkala y Derbent en la República de Daguestán
De manera similar, el intento de magnicidio contra Robert Fico en Eslovaquia subraya cómo la violencia puede ser empleada para alterar el curso político de una nación y reconfigurar el panorama regional, más contra aquellos que se oponen claramente a la ampliación de conflictos armados de escala mundial que pueden tener consecuencias inimaginables.
Estos escenarios deben también considerarse con las continuas provocaciones y ataques quirúrgicos en Irán y Siria en contra de representantes políticos, militares y científicos que ha buscado por todos los medios impedir el desarrollo político, económico y soberano de estos países que también fueron víctimas de la política agresiva y militarista perpetrados desde la Casa Blanca.
Se puede mencionar en este contexto el ataque contra el consulado iraní en Damasco que representó una clara violación al derecho internacional que dejo un importante saldo de víctimas fatales entre ellos importantes militares de la Guardia Revolucionaria de Irán, de la misma forma el atentado contra los actos recordatorios del general Soleimani en el mismo territorio iraní, que dejaron cientos de muertos, también entran en esta retorica continua de agresión.
Implicaciones globales
La violencia política, como la observada en el atentado contra Donald Trump, tiene consecuencias significativas a nivel global. No solo socava la estabilidad interna de los países afectados, sino que también debilita la confianza en las instituciones democráticas y fomenta un clima de incertidumbre política que puede ser explotado por actores externos.
En el complejo entramado de la geopolítica contemporánea, ciertos grupos concentrados de poder, como los fondos de inversión Vanguard y BlackRock, juegan un papel significativo que va más allá de las fronteras nacionales. Estas entidades financieras operan a nivel supranacional, beneficiándose económicamente de situaciones de conflicto y manteniendo un status quo que representa claramente una locura desenfrenada.
Estos grupos tienen intereses significativos en la industria militar y de defensa, así como en recursos estratégicos que se ven directamente afectados por los conflictos armados. Desde la venta de armas y equipos militares hasta la explotación de recursos naturales en zonas de conflicto, estas entidades encuentran oportunidades lucrativas en medio del caos y la inestabilidad generados por las guerras. Su estructura global les permite operar más allá de las leyes y regulaciones nacionales, facilitando su capacidad para maximizar beneficios en entornos turbulentos.
La naturaleza supranacional de Vanguard y BlackRock les permite influir en decisiones políticas y económicas a escala global, con poca consideración por las repercusiones sociales o nacionales. Estas entidades están orientadas principalmente hacia la maximización de ganancias y la protección de intereses financieros globales, lo cual puede entrar en conflicto con las políticas soberanas de Estados individuales, como Estados Unidos. Su influencia se extiende a través de redes de lobby, inversiones estratégicas y participación en instituciones financieras y corporativas a nivel mundial.
La presidencia de Donald Trump representó un desafío directo a las agendas globalistas promovidas por grupos como Vanguard y BlackRock. Sus políticas «America First» buscaron priorizar los intereses nacionales sobre compromisos internacionales y acuerdos multilaterales que estos grupos suelen favorecer. Trump cuestionó las relaciones comerciales desiguales, la intervención militar extendida y la deslocalización productiva, según él, beneficiaban más a otros países que a Estados Unidos.
La resistencia de Trump a ciertas de estas políticas globalistas atrajo críticas y resistencias por parte de estos grupos, quienes vieron sus intereses amenazados por sus acciones. Desde la renegociación de acuerdos comerciales hasta la retirada de tratados internacionales, las medidas de Trump fueron interpretadas como obstáculos para la expansión del poder y la influencia global de entidades financieras globales. Su retórica anti-establishment y su enfoque en la protección de empleos y la economía nacional fueron vistos como contrarios a la agenda de apertura y liberalización económica defendida por estos poderosos actores financieros.
La percepción de Donald Trump como un obstáculo a sus agendas globalistas refleja tensiones fundamentales entre el nacionalismo imperial económico y la globalización imperial financiera. A medida que evolucionan las dinámicas geopolíticas, el papel de estos actores financieros seguirá siendo objeto de escrutinio y debate sobre su impacto en la estabilidad mundial y la soberanía nacional.
La mano negra tras el atentado contra Donald Trump
Las maniobras desestabilizadoras, como los recientes intentos de atentado contra Donald Trump y otras acciones destinadas a socavar o influir en las elecciones y la política interna, reflejan la desesperación de sectores atlantistas y globalistas por mantener el control sobre el curso de los acontecimientos globales. Estos esfuerzos, lejos de fortalecer el proyecto mundial que representan, más bien indican una lucha por la supervivencia de un orden que enfrenta cada vez más desafíos internos y externos.
En medio de estas dinámicas, la necesidad de un análisis crítico y una evaluación reflexiva sobre el futuro de las relaciones internacionales se vuelve crucial. La búsqueda de un equilibrio entre competencia y cooperación internacional, así como la promoción de un orden multipolar más equitativo y estable, podría ofrecer una salida constructiva a las tensiones actuales y sentar las bases para una política global más sostenible y justa.
Las acciones y estrategias adoptadas por actores clave en el escenario global deben considerarse en el contexto más amplio de la evolución y transformación del sistema internacional. La adaptabilidad y la capacidad de respuesta a los desafíos emergentes determinarán no solo el destino de los países individuales, sino también el rumbo del sistema global en su conjunto en los próximos años.