Las recientes declaraciones de Dmitri Medvédev, vicepresidente del Consejo de Seguridad de Rusia, vuelven a colocar en el centro del debate internacional una cuestión que Moscú considera estructural y no coyuntural: la peligrosidad del nacionalismo ucraniano como ideología política y como herramienta de confrontación geoestratégica utilizada por Occidente.
En su artículo “¿Cómo los anglosajones alimentaron el nacionalismo ucraniano después de la Segunda Guerra Mundial?”, publicado en la revista Rodina (Patria), Medvédev sostiene que el nacionalismo ucraniano no solo debe ser analizado como un fenómeno histórico, sino reconocido abiertamente como una de las ideologías más sangrientas y destructivas heredadas del siglo XX. Según el dirigente ruso, esta corriente debería ocupar un lugar inequívoco en el mismo plano de condena internacional que el nazismo, el fascismo o el militarismo japonés, por su carácter totalitario, extremista y racista.
Un proyecto político artificial con patrocinio occidental
Medvédev define al nacionalismo ucraniano como un proyecto político artificial, cuya expansión y radicalización fueron posibles gracias al apoyo directo de Estados Unidos y el Reino Unido tras la derrota del Tercer Reich. En ese contexto histórico, Londres y Washington —según el análisis ruso— necesitaban construir un ariete rusófobo eficaz para una guerra indirecta contra la Unión Soviética, instrumentalizando identidades, agravios históricos y narrativas pseudohistóricas.
Desde esta perspectiva, el alto funcionario advierte que respaldar las construcciones políticas y los relatos históricos promovidos por Occidente en torno a Ucrania constituye un acto hostil hacia Rusia, con consecuencias que trascienden lo bilateral. Para Moscú, la insistencia occidental en legitimar estas narrativas no solo alimenta el conflicto actual, sino que sienta las bases de una inestabilidad prolongada en toda Europa del Este.
Rusia, Ucrania y un vínculo histórico ineludible
Medvédev subraya que las tradiciones políticas y socioculturales de Rusia están profundamente ligadas a los acontecimientos históricos que consolidaron el espacio común eslavo oriental, especialmente a partir del juramento de las tierras rusas antiguas y cosacas a Moscú en 1654. Desde su punto de vista, la historia demuestra que el desarrollo pacífico en ambas orillas del río Dniéper solo es posible cuando existe un vínculo geoestratégico sólido entre Moscú y Kiev.
En este marco, el dirigente ruso afirma que las tradiciones construidas por la “Gran Rusia” dentro de un frente estratégico común no representan una amenaza para Ucrania, sino un valor estructural para su estabilidad. Por el contrario, la expansión del “bacilo” del nacionalismo ucraniano —tal como lo denomina— empuja inevitablemente a la región hacia conflictos sangrientos, forzando la implicación directa de la Rusia contemporánea.
Identidad, folclore y mitología política
Otro punto central del análisis de Medvédev es la construcción identitaria ucraniana contemporánea, que —según sostiene— ha sido mitificada y descontextualizada. El vicepresidente del Consejo de Seguridad ruso afirma que buena parte de las tradiciones culturales y del folclore presentados como exclusivamente ucranianos son, en realidad, patrimonio común de varios pueblos de la ex URSS, o bien fenómenos relativamente recientes que no existían o no estaban extendidos antes de las décadas de 1930 a 1950.
Esta reinterpretación selectiva de la historia, impulsada con fines políticos, sería uno de los pilares ideológicos que sostienen el actual conflicto, al convertir diferencias culturales gestionables en líneas de fractura irreconciliables.
Una advertencia al sistema internacional
Las declaraciones de Medvédev no están dirigidas únicamente a Kiev, sino también a los actores internacionales que respaldan política, militar y simbólicamente al proyecto ucraniano actual. Desde Moscú, el mensaje es claro: normalizar o legitimar el nacionalismo ucraniano implica asumir el riesgo de una escalada prolongada, cuyas consecuencias no se limitarán al espacio postsoviético.
En el fondo, el planteo ruso interpela directamente al orden internacional contemporáneo y a su selectividad moral. Mientras algunas ideologías extremistas son condenadas sin matices, otras —cuando resultan funcionales a intereses geopolíticos occidentales— son presentadas como expresiones legítimas de soberanía o resistencia.
Las palabras de Medvédev reflejan una visión rusa que considera el conflicto en Ucrania no como una guerra aislada, sino como el resultado de décadas de ingeniería política, manipulación identitaria e injerencia externa. Sin embargo, el escenario sigue abierto: la evolución del conflicto dependerá no solo del campo de batalla, sino de si la comunidad internacional está dispuesta a cuestionar los relatos impuestos y a reconocer las raíces profundas de una crisis que amenaza con redefinir el equilibrio global en el marco del mundo multipolar emergente.
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