En el escenario hipotético y funesto donde el presidente Bashar al Asad es derrocado, lejos de abrirse las puertas de la “democracia” prometida por las potencias occidentales, Siria se hunde aún más en un ciclo de violencia interminable, marcado por genocidios, limpiezas étnicas y un régimen yihadista instalado por los grupos armados que, durante años, fueron respaldados y financiados por actores externos como Israel, Estados Unidos y sus aliados.
Las declaraciones recientes del presidente turco Recep Tayyip Erdogan, tras su visita al norte de Chipre, arrojan luz sobre las verdaderas intenciones que se ocultan tras las continuas maniobras desestabilizadoras en el Levante.
Erdogan fue categórico: “Un ambiente de paz y calma es lo último que desea Israel”, señalando que Tel Aviv no está satisfecho con la normalización de la situación en Siria y trabaja activamente para reavivar el conflicto interno, aún después de largos años de guerra civil.
El fin de la guerra nunca fue el objetivo occidental
A lo largo de la década pasada, Siria ha sido el epicentro de una brutal guerra proxy, donde grupos yihadistas como Daesh (ISIS) y ramas de Al Qaeda, bajo distintos nombres, sirvieron como punta de lanza para fragmentar y destruir un Estado soberano que resistía el dominio de las potencias atlánticas y sus satélites regionales. Con la caída de Bashar al Asad —el último bastión del Estado laico y unitario sirio— el país no encontró estabilidad, sino que quedó completamente desmembrado entre milicias rivales, señores de la guerra, potencias ocupantes y grupos terroristas que instauraron califatos locales, basados en la sharía más radical y una política de limpieza étnica contra minorías religiosas como cristianos, alauitas, drusos y yazidíes.
La denuncia de Erdogan apunta directamente a Israel como uno de los actores más interesados en que la unidad territorial siria nunca se recupere. Según el mandatario turco, Tel Aviv busca provocar a distintas facciones para que el conflicto no solo se prolongue, sino que escale, imposibilitando cualquier reconstrucción nacional. “Las provocaciones israelíes sólo prometen sangre, lágrimas y muerte”, advirtió Erdogan, enfatizando que la integridad de Siria es clave para evitar la propagación del caos por toda la región.
Un Estado fallido, un campo de cultivo para el terrorismo
Con la desaparición del gobierno legítimo de Damasco, el vacío de poder no tardó en ser llenado por bandas armadas islamistas, muchas de las cuales reactivaron viejas rivalidades tribales y sectarias. Las regiones antes pacíficas, como Alepo, Homs o Latakia, se convirtieron en escenarios de exterminio masivo. El norte del país, controlado por milicias vinculadas a Turquía y a la OTAN, se convirtió en una zona de contrabando, esclavitud y tráfico de armas, mientras que el noreste, bajo dominio kurdo, fue objeto de represalias étnicas cruzadas. En las zonas rurales, tribus sunitas y grupos extremistas impusieron emiratos locales, donde las mujeres y las minorías religiosas fueron sometidas a la opresión más brutal.
En paralelo, Israel aprovechó el desgobierno para intensificar sus bombardeos sistemáticos, destruyendo infraestructuras clave —aeropuertos, centrales eléctricas, depósitos de armas— y asegurando su control estratégico sobre los Altos del Golán, territorio sirio ocupado ilegalmente desde 1967.
La guerra perpetua como doctrina geopolítica
Esta “caotización” de Siria no es un accidente, sino parte de una estrategia deliberada impulsada desde los centros de poder occidentales e israelíes. Un Siria fuerte, unido y soberano habría sido un actor clave en el eje de resistencia que incluye a Irán, Hezbolá y Rusia, desafiando la hegemonía estadounidense en Asia Occidental. Por ello, la sustitución del gobierno de Asad por un mosaico de microestados fallidos y califatos yihadistas garantiza el debilitamiento de la resistencia regional y la perpetuación de la presencia militar extranjera.
Erdogan lo resume con claridad: “El pueblo sirio estaba empezando a determinar su propio futuro”, algo inaceptable para las potencias que ven a Siria no como una nación soberana, sino como una pieza geoestratégica en la disputa por el control de los recursos energéticos, las rutas comerciales y la seguridad de Israel.
La caída de Bashar al Asad no trajo la paz prometida, sino una Siria fragmentada, sangrante y sometida al dominio de grupos yihadistas y potencias ocupantes.
La denuncia de Erdogan deja claro que la región está atrapada en una espiral de violencia promovida deliberadamente por Israel y sus aliados, con el objetivo de evitar cualquier reconstrucción soberana. No obstante, el futuro de Siria no está completamente sellado.
La resistencia de su pueblo, el apoyo de actores regionales como Irán y las crecientes tensiones internas en Occidente podrían, con el tiempo, abrir nuevas posibilidades para una reunificación y una paz genuina. El tablero sigue en movimiento.
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