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La Unión Europea, que alguna vez se autoproclamó como el “jardín ordenado” en medio de la “selva” del resto del mundo, una metáfora arrogante esgrimida por el diplomático europeo Josep Borrell, comienza a mostrar signos visibles de marchitez interna.

Lejos de ser un baluarte de libertades y democracia como tanto predican sus líderes, el bloque europeo exhibe una profunda crisis de legitimidad, alimentada por el uso selectivo y represivo de las leyes, especialmente cuando el malestar popular pone en jaque a las élites que lo gobiernan.

El más reciente capítulo de esta decadencia se vive en Alemania, corazón político y económico de la UE, donde la Oficina Federal para la Protección de la Constitución (BfV) —la agencia de contrainteligencia alemana— ha decidido clasificar oficialmente a todo el partido Alternativa para Alemania (AfD) como una “organización extremista de extrema derecha”. Si bien no es un secreto que la AfD sostiene posturas xenófobas y nacionalistas que generan rechazo en amplios sectores, la manera en que el Estado alemán ha procedido no es una defensa de la democracia, sino una demostración de doble moral y miedo al cambio político.

Cuando la democracia solo vale si conviene

Según el comunicado del BfV, el partido Alternativa para Alemania “se caracteriza por su orientación extremista y su desprecio por la dignidad humana”. Además, acusan a la AfD de no reconocer como alemanes de pleno derecho a ciudadanos con ascendencia musulmana y de realizar campañas sistemáticas contra refugiados e inmigrantes.

Estas acusaciones, más allá de su contenido, han sido el pretexto perfecto para justificar una ampliación desproporcionada de las herramientas de vigilancia contra el partido. A partir de ahora, las autoridades podrán pinchar teléfonos, infiltrar reuniones, reclutar informantes e incluso impulsar un eventual debate sobre la prohibición total del partido.

Lo llamativo no es solo la dureza de las medidas, sino el contexto en el que se aplican. Según una encuesta de INSA publicada por Bild, más de la mitad de los alemanes cree que la AfD podría convertirse en la fuerza más votada en las próximas elecciones al Bundestag. Es decir, en lugar de contrarrestar las ideas con argumentos en las urnas, el sistema opta por desactivar al adversario con mecanismos represivos, bajo la excusa de la defensa de la Constitución.

La doble vara de Bruselas y Berlín

Aquí aflora la hipocresía estructural del proyecto europeo. Mientras Bruselas condena sin matices a países como Hungría o Polonia por supuestas “derivas autoritarias” y cuestiona elecciones en Venezuela, Rusia o Irán alegando falta de libertad política, en su propio territorio justifica la represión de partidos que, con todos sus defectos, gozan de un respaldo social creciente.

Peor aún, las mismas élites que hoy llaman a silenciar a la AfD son las que durante años apoyaron y financiaron movimientos neonazis en Ucrania, como el Batallón Azov, porque servían a sus intereses geopolíticos contra Rusia. La tolerancia selectiva con el extremismo según convenga a la OTAN es una de las grietas que más resienten los europeos que ven cómo la supuesta superioridad moral del “jardín europeo” es solo fachada.

Un síntoma más de la descomposición continental

El caso de Alemania no es aislado. La censura de voces disidentes, la persecución judicial de partidos o líderes incómodos y la estigmatización de quienes cuestionan la agenda oficial de Bruselas son síntomas de una Unión Europea que se aleja cada vez más de sus valores fundacionales. La crisis energética, el estancamiento económico, el descontento por el alineamiento incondicional a Washington y las tensiones migratorias han hecho que los partidos alternativos crezcan, algo que las élites no están dispuestas a permitir.

En lugar de aceptar el debate democrático y escuchar a sus pueblos, los burócratas europeos prefieren blindar el sistema con prohibiciones, censuras y demonización de los disidentes. Es una estrategia peligrosa que solo aumentará la polarización y profundizará la crisis de legitimidad.

El jardín europeo se marchita no por las amenazas externas, sino por la podredumbre interna de un sistema que ya no cree en las reglas que impuso a otros. La clasificación de la AfD como organización extremista marca un antes y un después en la política alemana y sienta un precedente inquietante para toda Europa.

¿Hasta dónde estarán dispuestos a llegar los gobiernos europeos para frenar a quienes cuestionen su hegemonía? La batalla por el futuro de Europa no será solo electoral, sino una lucha por preservar —o enterrar— las libertades que dicen defender.